Reflexión: El Lavatorio de los Pies

La envoltura de un pequeño paquete parecía una bolsa de papel café más que un sobre mientras el nombre del P. Elmer y su dirección eran escritos en letras negras y claras. Quizás era un regalo por su décimo aniversario sacerdotal, que iba a celebrar con unos pocos feligreses ese fin de semana. Curiosamente, empezó a rasgar la envoltura que parecía derretirse bajo sus dedos revelando repentinamente una toalla doblada cuidadosamente. La desplegó rápidamente se dio cuenta de que estaba brillante y limpia, estaba algo opaca de haber sido usada. La sostuvo en el aire y la sacudió, luego examinó la envoltura café, pera no había nada más. Además, no había nombre del remitente o dirección.

Desconcertado, se sentó y examinó cuidadosamente una vez más la envoltura y luego la toalla, mientras su mente daba vueltas en círculos tratando de encontrarle sentido a este regalo. ¿Era una broma jugada por alguno de sus antiguos compañeros de seminario? Sí, Tomás pensaría que era chistoso. ¡O fue un reproche de algún miembro del concejo pastoral de su antigua parroquia con el que tuvo varias discusiones? No, Linda era con frecuencia cortante, pero era siempre directa. Desconcertado se sentó en su silla baja y giratoria pensando acerca de esta persona y esa otra, lo mismo que sobres sus extraños e improbables motivos, mientras la toalla ligeramente desgastada y el papel café ajado yacía descuidadamente sobre su regazo.

Una serie de Misas y reuniones del fin de semana, seguidas de una cena con algunos feligreses la noche del Domingo, significó no darle mas vueltas al asunto hasta la semana siguiente. Entonces, una vez más, examinó cuidadosamente la envoltura rota de papel café, el nombre y dirección escritos a mano, y la toalla en sí, con la esperanza de descubrir alguna pista oculta de quien podría ser el remitente y cuál era su intención. Sin embargo, el misterioso regalo parecía determinado a continuar ocultando su significado para él.

Unos meses después el P. Elmer se encontró ocupado en la preparación de la Semana Santa y las ceremonias de la Pascua – aclarando la ruta para la procesión del Domingo de Ramos, haciendo una lista de los feligreses designados para el lavatorio de los pies el Jueves Santo y asegurándose de que el pequeño grupo de catecúmenos estuvieran listos para recibir el bautismo durante la Vigilia Pascual.

Durante la Misa del Jueves Santo por la noche, habiendo lavado los pies de seis o siete feligreses, se sentía menos cohibido y empezó a reflexionar no solamente en lo que estaba haciendo, pero en el profundo sentido del ritual. La humildad que trasmite el estar agachado en el suelo al servicio de otra persona. La limpieza y refresco que conlleva el verter el agua cristalina sobre los pies cansados y desgastados. El afecto y ternura expresados por la suave caricia de una toalla alrededor de los dedos de los pies de otra persona. Entonces, de repente, la escena de su madre bañando sus propios pies cuando niño pasó por su mente y sintió una abrumadora sensación de bienestar y serenidad. Esa memoria de sus pies habiendo sido acariciados por las manos de su madre permaneció con él durante el resto de la Misa. Quizás reflexiono que los apóstoles tuvieron una experiencia similar cuando Jesús lavó y secó sus pies. Quizás, esta fue la razón por la que Jesús insistió en lavar los pies y secar los pies de Pedro. Jesús deseaba que Pedro experimentara ese cuidado real y tierno, semejante al cuidado incondicional de una madre expresado las tareas ordinarias y cotidianas para su familia.

En general, después de que el P. Elmer volvía a la rectoría al final de un largo día, instintivamente prendía la televisión y echaba un vistazo a los canales. Sin embargo, en esa noche de Jueves Santo, se sentó distraído en su baja silla giratoria, con sus ojos vagando sin rumbo alrededor de la sala. Aún tenía un sentido vago de que estaba atrapado en algo misterioso. Fue entonces que notó la ajada bolsa café y la toalla que aún yacían en el estante de abajo del librero. Se había olvidado de ellos y no tenía ganas de pensar en ellos de nuevo, sin embargo, parecían llamarle en silencio por su atención.

Preguntándose por qué no lo había hecho antes, decidió ponerlos en ese momento en el bote de la basura, Sin embargo, mientras cogía la toalla y la miró una vez más, sintió algo extraño, pero familiar al respecto. Aunque limpia y brillante, la textura estaba un poco desgastada y descolorida, lo que le convertía en un regalo extraño. Pero ¿qué le hacía parecer familiar? ¿Por qué ahora parecía que era su pertenencia personal? Entonces se dio cuenta: de que solo unas horas antes había estado usando una toalla así para secar amorosamente los pies de los feligreses.

Una vez más, agarrando la toalla con las dos manos mientras se sentaba en su baja silla giratoria, el misterio se le reveló de repente. Mientras el P. Elmer la miraba, se pudo ver a sí mismo tan claro como si estuviera viendo su imagen en un espejo. Como esa toalla ligeramente desgastada y descolorida, el estrés y las tensiones de diez años de sacerdocio habían hecho mella en sus ideales y entusiasmo juvenil por el ministerio, pero había aún mucho más que deseaba a ver en el servicio de la misión de Dios. Esa toalla fue también un recordatorio de que su sacerdocio era un llamado a servir a los demás que se sentían desgastados y desvanecidos por las demandas y sufrimientos del mundo.