Aunque la celebración de la Santa Misa para la comunidad Columbana en la capilla de nuestra casa parecía ser una carga para el padre Jack, él continuó inscribiéndose en la lista para celebrarla. A sus más de ochenta años, le costaba ponerse las vestiduras, le costaba seguir el misal y le costaba pronunciar la homilía. Por estas razones, sus hermanos Columbanos le aconsejaron que dejara de celebrar la Santa Misa en público.
Sin embargo, de vez en cuando, la comunidad de migrantes coreanos invitaba al padre Jack a celebrar la misa. Como había pasado muchos años como Misionero Columbano en Corea, esa invitación siempre le encantaba.
En una ocasión, compartí esas reservas con algunos miembros de la comunidad de migrantes coreanos. Ellos reconocieron las dificultades del padre Jack: sus movimientos eran generalmente torpes, su mensaje era a menudo incoherente y se distraía con facilidad. Sin embargo, me pareció que ninguna de estas limitaciones les importaba mucho.
Al ver mi expresión de desconcierto, uno de ellos me explicó pensativamente: «Para nosotros, el padre Jack es como nuestro abuelo. Sabemos que ahora tiene varias limitaciones debido a su edad avanzada, pero nunca podremos olvidar todo lo que ha hecho por nosotros, apoyándonos y cuidándonos en esta ciudad extraña durante muchas décadas. Incluso ahora, él sabe lo que hay en nuestros corazones y nosotros sabemos lo que hay en el suyo. Su presencia aquí entre nosotros sigue siendo una fuente de aliento, fortaleza y consuelo para nosotros.
Aunque a muchos de nosotros, misioneros más jóvenes, nos gusta pensar que participamos en diversos proyectos y programas que provocan cambios que tienen un impacto visible en nuestro mundo, la verdad es que, la mayor parte del tiempo, lo único que podemos ofrecer a quienes nos rodean es nuestra presencia. En varios de nuestros países de misión, la inestabilidad política, la corrupción y la pobreza durante muchas décadas han provocado una parálisis generalizada en la sociedad. Aunque los misioneros se sienten tan impotentes como la población local en sus esfuerzos por lograr los cambios tan necesarios, nuestra voluntad de permanecer con ellos, de llevar nuestras propias cargas junto a ellos y de confiar en que Dios está siempre presente en el caos de la vida, proporciona consuelo, fortaleza y esperanza a muchos de los que nos rodean.
Durante la temporada navideña, al meditar en la escena del pesebre, llegamos a la renovada comprensión de que Jesús vino en misión entre nosotros como un bebé indefenso. Él es Dios con nosotros. Su presencia misma nos asegura que Dios está entre nosotros y que comparte con nosotros las cargas y las alegrías de este mundo.
Al igual que un abuelo frágil y olvidadizo, un bebé indefenso nos recuerda que, cuando vemos a los demás tal y como son, en lugar de por lo que pueden hacer, entonces percibimos a Emmanuel, la presencia misteriosa y consoladora de Dios entre nosotros en medio del caos de nuestro mundo.
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