Encuentro con Dios en la Calle

Una de las experiencias más inolvidables que tuve cuando aun estaba en la formación del seminario fue mi peregrinación, una parte integral del programa del año espiritual. Es una caminata de 160 kilómetros (99 millas) cruzando las fronteras de tres provincias. Mis dos compañeros y yo pasamos cinco días bajo un clima impredecible que hizo la jornada más desafiante. No teníamos comida en el viaje y confiábamos en la providencia de los lugareños que encontramos en el camino.

Esa experiencia me ayudó a profundizar en mi vocación como misionero. Sentí las luchas de aquellos que tienen menos en la vida, sin saber si podrían sobrevivir otro día con un estómago hambriento y sin un lugar donde quedarse.

Recordé de nuevo recientemente esa experiencia cuando me encontré con unos migrantes venezolanos que están llegando a Lima, Perú. Me encontré muchos de ellos en la parroquia de “Los Santos Arcángeles: en Huandoy donde un significante número de ellos trabajan en las calles, lavan ventanas de los carros, venden dulces y haciendo algunos trabajos de poca importancia. La amenaza del COVID 19 hace su vida y los de sus seres queridos aún más difícil y pone su salud en riesgo. Están en una situación inimaginable por la aplicación de protocolos sanitarios.

El hambre y las condiciones de vida difíciles son una realidad que tienen que afrontar cada día, que es su preocupación más inmediata que la amenaza del virus. Sin opciones, tienen que trabajar duro para poder sobrevivir. Tienen hijos que alimentar y gastos diarios. Empezar una nueva vida aquí en Perú no es fácil ya que no hay certeza de lo que está por venir.

Con la ayuda de personas generosas que anhelan acompañar a los necesitados, pudimos distribuir algunos productos para ellos, al menos lo suficiente para satisfacer sus necesidades básicas.

En el camino a casa después de la distribución, me cogió desprevenido cuando conocí a un joven padre venezolano, junto con su hija, sentado al lado de la entrada principal de una tienda de abarrotes. Tenía frio y hambre. Vi en sus ojos lo desesperado que estaba por tener algo para su hija de dos años.

A medida que me acercaba a él, me llamó “Tsino,” (un término que usan para las personas que viven en Oriente) y pidió algo para su hija. Me di cuenta de que vender galletas es su principal fuente de ingresos, ya que me las ofreció, esperando comprar una lata de leche antes de que terminara la noche. Pasé mucho 

Estuvieron caminando por casi un mes desde Venezuela, atravesando la Carretera Panamericana, esperando noches sin dormir en la frontera antes de llegar finalmente a Lima. No tenían nada excepto su fe en la providencia de Dios. No importa cuán difícil sea el camino, el viaje fue una experiencia de la fidelidad de Dios.

Aunque a veces apenas podían comer una vez al día, hubo siempre alguien que les dio algo de comer. Se emocionó mientras compartía lo difícil que fue para ellos decidir dejar sus seres queridos en Venezuela. Se arriesgaron para encontrar su suerte lejos de su hogar sin una idea de lo que sería sus vidas en Perú.

Al final de la conversación, me dijo que “La vida es difícil pero hermosa,” mientras me sonreía. Es una declaración muy poderosa escucharla de alguien que pasó por mucho sin sucumbir a la desesperanza. Hay todavía una razón de abrazar la belleza de la vida en medio de todas las adversidades. Ese momento hizo un profundo impacto en mi mientras recuerdo exactamente esas historias del Evangelio que destacan la fe y gratitud de los que están marginados en la sociedad judía. 

Hay muchas cosas que he aprendido del sacrificio de hermanos venezolanos a quienes conocí en el camino. Algunas veces nuestros prejuicios nos bloquean para relacionarnos con ellos a un nivel más profundo, pero si escuchamos su historia, descubriremos como Dios usa sus experiencias para inspirar a otros. Si hay algo bueno que me pasó en medio de la pandemia, sería mi encuentro personal con nuestros hermanos venezolanos cuya difícil situación me permitió ser más comprensivo, ya que me brinda la oportunidad de acompañarlos. Puede que no ayude a miles de ellos, pero con uno o dos cuyas vidas hicieron impacto en mí, creará una cadena de bondad y gratitud que eventualmente inspira a otros a ayudarlos también. Necesitamos abrir las puertas de nuestros corazones para que encontremos a Jesús disfrazado en todos los necesitados.

Como dice el Señor, “Todo lo que no hiciste por uno de los más pequeños, que son mis hermanos, no me lo hiciste a mí.” - Mateo 25, 40

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