Pastoral Penitenciaria

Hoy hablé con una mujer que acude dos veces por semana a la cárcel para visitar a su hijo, condenado a diez años de prisión. Al escucharla, comprendí el sufrimiento de la familia. Pedro, su hijo, está recluido en una cárcel construida para mil 800 hombres. Ahora tiene a siete mil presos.

La madre de Pedro, como muchos otros familiares, se forma en la fila a las dos de la mañana para entrar a las nueve. No tienen dónde refugiarse de la lluvia y frío. Les llevan a sus presos ropa y comida, pues nunca hay suficiente en la cárcel.

A pesar de las condiciones abismales de represión y castigo dentro de la penitenciaria, he quedado sorprendida con la fe, esperanza y solidaridad que existe entre los que se han arrepentido. Los que reconocen haber hecho mal quieren cambiar su forma de pensar y actuar... quieren una nueva vida.

Hace poco dijimos adiós a Juan cuando partió a Bolivia después de purgar una condena de ocho años. Los dos últimos años trabajó en nuestro taller de San Columbano para los prisioneros. Allí aprendió a trabajar el cobre en nuestro curso de artes y oficios.

Juan era feliz en nuestro taller. Él fue uno de los afortunados en aprender un oficio en el cual poder trabajar cuando regresara con los suyos. En Bolivia, él empezará una nueva y mejor vida.

Me pregunto con frecuencia: ¿Qué haría Jesucristo hoy con los pedros y juanes de las prisiones? Y cada vez le escucho decir: «Estuve en la cárcel y me visitaste...» Eso es, quizás, todo lo que Él nos pide —que estemos allí para los demás.

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