Imploremos la Misericordia

La noche antes de la visita del Papa no podía dormir. Sabía que me esperaban unas horas intensas y cansadas pues tenía que caminar por 4 horas para así llegar al seminario en Ciudad Juárez en donde tendría mi oportunidad para tomar fotos al Santo Padre.

El Padre Kevin Mullins me tenía boletos para estar presente en la misa, pero algo dentro de mí me decía que tenía que caminar. Tenía que tomar el camino más difícil y no sabía por qué. Así que me levanté a la medianoche y comencé mi camino. Nunca en mi vida había caminado tanto. Caminar por las calles de Juárez de noche me hizo recordar y revivir momentos muy difíciles en mi juventud cuando vivía en el Este de Los Ángeles donde abundaba el crimen y la violencia. Volví a vivir momentos que estaban enterrados en el abismo de los recuerdos olvidados. Estos momentos eran tan intensos que en ratos tenía que parar de caminar y descansar, no por el cansancio físico, sino por el cansancio emocional y espiritual. Me detenía a mirar mis zapatos llenos de tierra y mis manos temblorosas. Estaba luchando conmigo mismo para no llorar al revivir mi pasado, un pasado que creía ya haber sanado, un pasado que aún no había perdonado.

“¿Por qué vienes tan temprano caminando?”, me preguntaban algunos oficiales de seguridad que me encontraba en el camino. “¿Hacia dónde vas?” me preguntaban. Pero yo, luchando contra mi soberbia de ser fuerte no le reconocí. Como en Emaús, en ese momento no le reconocí la voz a Dios que me hablaba y me quería preguntar, “¿porque resistes mi amor por ti?”

Faltando 15 minutos para las 5 de la mañana, llegué a mi destino. El frio hacia doler mis huesos y el cansancio físico, emocional y espiritual me estaban haciendo dudar si tome la decisión correcta de tomar este camino. El ver la alegría de la gente que llegaba me daba ánimo y descanso a pesar que sabíamos que el Papa no llegaría sino hasta después de ocho horas. En eso comenzó a salir el sol y el frio desapareció. Todos los presentes sentimos un alivio y disfrutamos el sol como si fuese ese maná en el desierto. Nos dio vida. Por horas algunos grupos cantaban y bailaban, pero el sol de Ciudad Juárez se hizo presente. Lentamente nos comenzó a debilitar, los cantos pararon y el silencio penetraba la calle. Ese maná que nos había dado vida ahora era nuestra causa de enojo e insatisfacción. Pero lo raro es que el pueblo que me rodeaba no se veía cansado como yo me sentía, y la realidad del caso es que ellos vivían a diario una vida mucho más difícil que la mía. Eran personas que necesitan tener 2 o 3 trabajos para poder mantener a su familia, personas que les tocó ver o vivir situaciones de violencia y corrupción mucho peores a lo que yo viví en mi juventud. En este momento me di cuenta que mi cansancio de un par de horas no era nada en comparación con la vida cansada de muchos que me rodeaban. Fue en este mismo momento que mis ojos se comenzaron a abrir. Ya comenzaba a ver por qué fue necesario que yo tomara este camino.

“¡Ya llegó el Papa!” gritó una señora que escuchoó la noticia por la radio. Todo mundo se puso de pie y los gritos del pueblo me estremecieron el corazón. El Papa estaba en el aeropuerto y ya iba camino al Cerezo a verse con prisioneros. A cien pies de donde estábamos había una pantalla grande donde estaban pasando toda la cobertura de la visita papal. Yo no podía ver, pero si podía escuchar…

“No te preguntes ¿por qué estás aquí?, sino para qué. Y que este “para qué” nos lleve adelante. Que este “para qué” nos haga ir saltando las vallas de ese engaño social.”

Estas palabras del Santo Padre continuaron a apedrear mi camino que aún no entendía. Desde que salí a la media noche yo estaba peleando conmigo mismo preguntándome “¿Porque estoy aquí?” y ahora el Papa me estaba contestando diciéndome que no era la pregunta correcta. Debería preguntarme, “¿para qué estoy aquí?”

Mi mundo se abrió. Desde que terminó el Papa con su visita en el Cerezo, yo solo pensaba sobre esta interrogante y cuando menos lo pensé escuche los gritos, “¡Ya viene! ¡Ya viene!” No me di cuenta en donde se había ido el tiempo y me levanté rápido para preparar mi equipo. Viví todo como en cámara lenta, hombres, mujeres y niños brincaban de gusto con lágrimas en sus rostros. Yo tenía temor que esto fuese contagioso y que también yo fuese a llorar. ¿Cómo fuese posible que no lloré en el camino que tomé en donde me tocó revivir experiencias difíciles de mi pasado, que después de tanto esfuerzo en no llorar ahora llore? Tenía que luchar con todas mis fuerzas y detenerlo. Y así fue. Pasó el Papa y tomé las fotos que necesitaba sin llorar. Como todo un profesional logré no ser influenciado por el pueblo y por un momento me sentí orgulloso de mí mismo.

Como ya había pasado el Papa y tenía las fotos que necesitaba, comencé a recoger todo para regresar a mi habitación y descansar. Terminé feliz que había sido fuerte en no llorar, como todo un buen ateo convertido; pero poco sabía que el mensaje de la misericordia aún no había concluido y en mi caso, apenas comenzaba.

Fue hasta que llegué a casa y que escuche la homilía del Papa Francisco que comenzó una etapa nueva en mi conversión. La palabra “implorar” me tocó por su fuerte significado, pues no es un simple sentir o pedir cualquier cosa. Implorar es una apertura total que te lleva a las lágrimas, y la misericordia era algo que yo no conocía de manera personal y que ahora pude comprender.

“La misericordia rechaza siempre la maldad, tomando muy en serio al ser humano. Apela siempre a la bondad de cada persona, aunque esté dormida, anestesiada.”

Yo dormido y anestesiado no me daba cuenta que era la misericordia quien había entrado en mí durante mi caminar. A pesar de no merecerlo el misterio del Padre había tocado mi ser con su presencia.

“…La misericordia se acerca a toda situación para transformarla desde adentro.”

Los recuerdos de mi pasado que creía haber sanado estaban siendo transformados en tierra fértil. Lo que yo llamaba ser fuerte término siendo mi gran debilidad. El aguantar las lágrimas, pensaba que era lo mejor cuando en realidad era todo lo contrario. El Papa continuó en su homilía explicando lo que debería hacer, dándome a conocer lo que es implorar en carne propia…

"Su llamada encuentra hombres y mujeres capaces de arrepentirse, capaces de llorar. Llorar por la injusticia, llorar por la degradación, llorar por la opresión. Son las lágrimas las que pueden darle paso a la transformación, son las lágrimas las que pueden ablandar el corazón, son las lágrimas las que pueden purificar la mirada y ayudar a ver el círculo de pecado en que muchas veces se está sumergido. "

Al escuchar esto entendí qué era lo que Dios quería que haga cuando recordé mi juventud, cuando reviví lo indescriptible. Entendí que esto es lo que debo hacer cada vez que necesite sanar. Esto es lo que debo hacer para poder perdonar. Esto es lo que tengo que hacer para poder amar. Necesito implorar a la misericordia de Dios para purificar mi alma y poder reemplazar mi corazón por el Suyo. Este pueblo cansado de sufrir y que me rodeaba era feliz. Y a pesar de que sus penas eran más fuertes que las mías, no se veían cansados pues su fe era impulsada por sus experiencias vivas con la misericordia de Dios.

"Son las lágrimas las que logran sensibilizar la mirada y la actitud endurecida y especialmente adormecida ante el sufrimiento ajeno, son las lágrimas las que pueden generar una ruptura capaz de abrirnos a la conversión. "

Yo no quería ver que en mi mundo, tuve que endurecer mi corazón para poder soportar la tormenta que la vida me dio hace mucho tiempo. No quería ver que para poder ver el sufrimiento ajeno, tenía que ablandar el corazón, pues solo con un corazón despierto al sufrimiento ajeno es que podemos abrirnos a una conversión plena. Pero no quería ablandar el corazón porque entonces sería vulnerable al dolor. ¡Cuán equivocado estaba en pensar que evitar el dolor es vivir! Si el que nos da ejemplo de vivir en máxima plenitud es Jesús y él no evitó el dolor de su pasión, mejor dicho, fue en su pasión, en el vivir el dolor en donde experimentó el máximo amor, y ¿qué es la vida sin amor?

Así como mi historia, hay cientos de miles de historias en este viaje papal. Cuando vemos la cobertura del Papa en televisión, olvidamos que cada persona que está presente lleva sus cargas hacia su pastor como la hemorroisa que necesitaba ser sanada con una fe que mueve las montañas de la comprensión humana. Este día aprendí mucho sobre la misericordia de Dios. No quería dejarla actuar, pero al final soy testigo de que la misericordia de Dios vive en el corazón del pobre, y viene a sanar y dar alivio a quien le implore.

Revista