La Vocación del Padre Chris Saenz

MI LLAMADO

“...Entonces comprendí que la misión no se trata de éxitos o fracasos, sino del amor de Dios. Esto lo descubrí en la misión...”

Recibí por primera vez mi llamado al sacerdocio cuando tenía 20 ó 21 años. A esa edad trabajaba y al mismo tiempo tomaba algunos cursos de ingeniería y computación en la universidad. Me había alejado de la Iglesia desde los catorce años. Vivía mi vida de fiesta en fiesta y no tomaba nada en serio, porque no tenía idea de lo que deseaba hacer con mi vida.

Un día, entré a una tienda de libros usados y compré un libro titulado El canto de Bernardita. No tenía idea de que el libro era sobre Santa Bernardita y las apariciones de Lourdes. La sencillez, el valor y la humildad de Santa Bernardita me hicieron cuestionarme mi propósito en la vida y la manera en que estaba viviendo. ¿Qué hacía yo por el reino de Dios? ¿Cómo me recordaría la gente? ¿Qué bien podía hacer yo por los demás? A partir de ese momento empecé a leer la vida de los santos y deseé llegar a ser como ellos.

Volví a la Iglesia. Después de confesarme por primera vez en muchos años, participé activamente en varios ministerios parroquiales.  A partir de entonces empecé a sentir el deseo de ser sacerdote.

Cuando me di cuenta de mi vocación al sacerdocio, supe al instante que quería ser sacerdote misionero. Había crecido cerca de la Casa Principal Columbana en Nebraska y conocía a muchos Misioneros Columbanos. Ellos me contaron historias sobre los dolores y alegrías de la vida misionera. Sentí deseos de ver nuevas tierras y experimentar otras culturas y formas de vida.

Cuando me interesé por el sacerdocio, me informé sobre otros grupos misioneros, los visité y hablé con sus directores de vocaciones. Sin embargo, la espiritualidad Columbana me seguía llamando. Me gusta el espíritu práctico y sencillo de los Columbanos. Siempre son misioneros del pueblo. Viven y trabajan junto a la gente a la que atienden espiritualmente. Eso me gusta: el acercamiento sencillo y humilde con la gente.

Durante su estudio y preparación para la vida misionera, el seminarista Columbano debe pasar dos años en una misión Columbana haciendo labor misionera. Esto le da oportunidad para experimentar las dificultades, luchas y alegrías de la vida misionera, y le da una idea firme para saber si desea comprometerse en forma permanente a este tipo de vida.

Fui enviado a una área rural del sur de Chile, con el pueblo indígena Mapuche. Me resultó difícil adaptarme a esta vida, ya que siempre había vivido en la ciudad. Después del primer año en Chile me sentí muy frustrado conmigo mismo. Sentía que no hablaba bien el idioma, que no comprendía a la gente o su cultura, y que mi vida espiritual era estéril. Me encontré en momentos en que lloraba por la noche acostado en mi cama sin saber por qué lo hacía.

Uno de mis ministerios era asesorar a un grupo de adolescentes para la Confirmación. Un día, después de misa, varios de los jóvenes se acercaron a mí y me preguntaron qué me pasaba, ya que me veían triste y deprimido. Me desahogué con ellos. Les dije que yo no era nadie para guiarlos, que sería mejor que un chileno los ayudara, que me sentía inadecuado e incomprendido. Entonces, uno de los jóvenes me dijo: “Es por eso por lo que te queremos... porque eres como nosotros. Nosotros también nos sentimos incomprendidos por nuestros padres y por la gente mayor. Pero tú nos comprendes porque también sufres como nosotros.”

Esto lo sentí como un cubetazo de agua fría. Nunca pensé que a pesar de mis insuficiencias, yo lograba llegar al corazón de los demás. Entonces comprendí que la misión no se trata de éxitos o fracasos, sino del amor de Dios. Los jóvenes de mi clase de Confirmación me amaban a pesar de lo que no podía hacer. Y yo también los amaba. Esto lo descubrí en la misión.

Creo de verdad que vivimos un gran momento de transición en la Iglesia. Es un momento de incertidumbre pero a la vez de esperanza, porque no sabemos a dónde habrá de llevarnos. Pero la fe cristiana no se apoya en seguridades terrenas, sino en el amor. Siempre se trata de tener fe. Creo que éste es un gran momento de transición hacia una Iglesia global donde todas las culturas, a pesar de su diversidad, se respetarán y se unirán en un abrazo. Espero con ansia el momento cuando todos los países, culturas e iglesias, den un paso hacia adelante y se unan en el amor.

Quiero participar y promover la misión de la Iglesia, que es la misión del amor de Jesucristo por los pobres y oprimidos. Amén.

 

El Camino de la Cruz

Cuando era más joven e intentaba discernir mi vocación, me parecía que me metía en asuntos peligrosos. Creía que Dios esperaba que descubriera Su plan para mi vida a través de una zarza ardiendo o algo parecido. Pero según me fui decidiendo a responder al llamado al sacerdocio que Él me hacía, descubrí más y más que Dios nunca trata de confundirnos. A cada paso que daba, Su mano estuvo siempre presente, guiándome cada vez más a la vida misionera. Después de haber participado en una Experiencia Vocacional durante la Semana Santa, dirigida por el Padre Bill Morton de los Misioneros Columbanos, supe con certeza que yo quería ser un misionero por Cristo y dedicar mi vida a vivir al lado de los pobres.

La Experiencia Vocacional se llevó a cabo en Anapra, México, justo a las afueras de Ciudad Juárez. Al llegar a Anapra y ver las condiciones de pobreza que allí existen, no pude evitar preguntarle al Padre Bill: “¿Puede alguien vivir así?” Veía casas construidas con lo que la gente pudo encontrar: llantas, pedazos de ladrillos; algunas estaban hechas de cartón y plástico. Los caminos son de tierra y arena; no hay manera de conseguir agua potable, excepto de cisternas sucias que están al frente de cada casa.

Cuando llegamos a la casa del Padre Bill, me di cuenta que él vive en las mismas condiciones en que viven todos en Anapra. Supe que una vocación con los Padres Columbanos sería muy diferente a la idea que yo tenía del sacerdocio.

Llegamos justo antes de la liturgia del Jueves Santo, y aunque ya había asistido al Triduo Pascual muchas veces antes, nunca lo había experimentado en otro idioma y en otra cultura. A través de todo el Jueves, del Viacrucis del Viernes Santo y la Vigilia Pascual, podía sentir cómo mis pensamientos se iban alejando del inglés y acercándose al español. Sin embargo, a pesar de las diferencias de cultura, finalmente pude comprender qué tan grande es mi Iglesia, y cómo es que se extiende más allá de los muros de mi parroquia en Arizona.

Aun cuando no podía entender todas las palabras, sí podía comprender el fervor y el significado de lo que celebrábamos. Me sentí parte de la celebración, unido a hermanos y hermanas que no sabía que tenía. Dejar todo esto me resultó difícil. Aunque sólo estuve cuatro días en Anapra y había acudido allí con la idea de servir a mis hermanos, al partir me di cuenta que ellos, a través de su sencillez, me habían enseñado más de lo que yo pude haberles servido. Mi percepción de la Iglesia se había magnificado y ensanchado, mi agradecimiento por  mi fe había crecido inmensamente.

Aún mejor: Dios me había dado todos los motivos que necesitaba para decidirme a seguirlo como sacerdote misionero. Después de todo, si quiero descubrir a Dios, no hay mejor lugar para encontrarlo que donde Él vive: entre Su gente.