Un Día en la Vida de un Columbano

En mis 20 años de misión en Chile, mi familia y amigos cercanos rara vez me preguntaron acerca de mi vida diaria en la misión. Lo que ellos vieron fueron las grandes distancias de los viajes globales, lugares exóticos, culturas diferentes, cocinas coloridas, etc. Su impresión general era que vivía como turista. También, su suposición básica sobre mi vida diaria era que solo esperaba en la casa parroquial hasta que alguien tocaba a la puerta pidiendo un sacramento o alguna necesidad pastoral. Se sorprenderían de saber que la vida diaria de un misionero no era tan diferente de la suya.

Sí, como un misionero, podía viajar a diferentes lugares alrededor del mundo y experimentar cosas que la mayoría no tienen tiempo o los recursos para hacerlo. Sí, eso era solamente un pequeño porcentaje de mi vida. La mayor parte de mi tiempo lo dediqué a los lugares que me asignaron. Por ejemplo, mi primera asignación en Chile fue a un pequeño pueblo rural de la costa llamado Puerto Saavedra. Era un lugar muy pintoresco que era muy popular entre los turistas en el verano. Una vez un amigo me visitó aquí y comentó, ¨puedo ver por qué quieres estar aquí, una vida tan fácil de playas y sol”. ¡Como si pasara mis días sentado en la playa, bebiendo margaritas, y tomando el sol!

Por el contrario, empleaba mi tiempo en las operaciones diarias de la iglesia. Aunque no lo crean, nosotros los misioneros tenemos que pagar facturas, depositar dinero en el banco, comprar alimentos para la casa, arreglar el coche, buscar a un electricista para reparar el alambrado en la casa, etc. Además, mi vida diaria consistía en realizar pequeños actos de relaciones públicas de visitas cortas y pequeñas conversaciones. Pasaba por las casas visitando los enfermos, o hablando con una persona para ver cómo estaba, o tratando de convencer a una persona para ser un nuevo catequista o ministro laico. Estas pequeñas cosas tenían que hacerse porque eran la columna vertebral de la misión. Si a las casas, carros, y edificios no se les diera mantenimiento, no podríamos llevar a cabo nuestro ministerio. Si las personas no se visitaran, o se conversara con ellas, no habría vida en la iglesia. Como se puede ver, sentarse en una playa todo el día no era una opción.

Suena ordinario, pero, como una persona me dijo, “lo que pensamos que es ordinario es extraordinario para otro”. No importa quiénes seamos, o lo que hagamos, nuestra “pequeña tarea diaria” puede hacer la diferencia en el mundo. A lo largo de mi vida misionera, me sorprendió mucho cómo las mayores conversiones y cambios se produjeron por una simple tarea diaria, como parar por una casa a saludar a una persona. Esa es la misión.

Revista
Etiquetas